Los monumentales gritos la capitana Frederickson hicieron que el sargento detective Turner se separara el auricular del teléfono del oído. Una enfermera se giró a mirar, espantada de que el aparato pudiera proyectar ese volumen, antes de proseguir su camino con mayores prisas.
— ¡Siete disparos en el cuerpo, maldita sea! ¡Siete disparos en el cuerpo! —vociferaba Frederickson— ¡No puede desaparecer! ¡Encuentra a ese hombre o no vuelvas por el Departamento!
El click eléctrico del teléfono al colgar la capitana dejó a Turner suspirando con los ojos puestos en el techo del pasillo. Metió la mano en el bolsillo de la gabardina que colgaba del brazo, sobre su chaqueta y sacó un paquete de chicles. Desenvolvió tres de ellos y se los echó a la boca, masticando con fuerza, mientras se dirigía a la puerta de la habitación. De nuevo. Volvió a observar el interior de la habitación del hospital Saint Joseph, mesándose el tupido mostacho.
Aquel hombre siempre le había puesto nervioso cuando estaba cerca. Ahora que ni lo encontraba le daba auténtica ansiedad. En la habitación no había sangre ni signos de violencia. Los electrodos de los diferentes aparatos colgaban descuidados por los bordes de la cama y no había señales del detective Thomas Gunn por ningún lado. Escuchó pasos apresurados a su espalda y se giró para encarara a otra enfermera que cargaba con una gran pila de historiales.
— Disculpe, pero creo que aquí falta algo. ¿Cómo se llama ese perchero con ruedas que usan para poner esas bolsitas de líquido a los enfermos?
— Se llaman portasueros — respondió ella con sequedad —, agente.
— Pues alguien se lo ha llevado.
La enfermera miró al interior sin mucho convencimiento, se encogió de hombros y prosiguió su camino mientras se le caían los párpados de pura desidia.
El hombre tenía que haber ido a algún lado. Pero, ¿a dónde? ¿Y cómo? Si estaba lleno de agujeros, no debería ni poder moverse. Turner comenzó a recorrer los pasillos, observando con toda su entrenada atención cada resquicio y cada persona que se encontró. Que en el Saint Joseph eso significaba mucho.
Gunn había sido alcanzado por varios disparos apenas dos días antes, mientras desarticulaba en solitario una red de tráfico y tras haber enviado al depósito a una docena de los responsables. Era imposible que hubiera ido muy lejos y, sin embargo, mientras peinaba cada metro del interior del hospital, menos entendía dónde podía haber ido a parar aquel tipo.
Cabizbajo y abatido, Turner terminó dirigiéndose a paso lento por la puerta sur del edificio central del hospital. Se enfundó la gabardina para salir al exterior. Allí, a cuatro grados bajo cero, rodeado de gente que entraba y salía del hospital, cogía y abandonaba taxis, había un hombre enorme inclinándose sobre el encendedor que le ofrecía una oronda y sonriente religiosa. El sujeto sólo llevaba la bata del hospital y unas pantuflas, que apenas podían contener toda su masa muscular, el pelo cortado a cepillo y agarraba un portasueros con una mano, mientras la otra sostenía un grueso puro que humeaba como una chimenea industrial.
— Gracias, hermana, es imposible encontrar fuego en este condenado lugar — respondió el tipo con voz grave y vibrante, tras aspirar de forma profunda —.
Maldito Gunn.
Además de aparecer en este relato, Thomas Gunn forma parte del elenco de extras y antagonistas de Tipos Duros, siendo un poli de años anteriores.